Había cientos de antorchas alineadas en tierra justo al otro lado de la muralla, sus llamas vibrantes y estables. Servían como señal de seguridad y promesa de protección. Estaban todas encendidas.
Una distracción.
Una grande.
Pensé en la neblina, en cómo giraba alrededor de los Demonios y cubría las montañas Skotos. Era magia primigenia. Una extensión de su ser y de su voluntad. Lo cual, pensé, significaba que podía ser conjurada.
No sabía si esto funcionaría. Yo no era una Primigenia, pero sí era la descendiente del Primigenio por excelencia. Su esencia fluía por mis venas. Los drakens respondían a mi voluntad. El notam primigenio me conectaba con los wolven.
Apoyé las manos sobre el alféizar de piedra de la ventana, cerré los ojos y llamé al eather para que saliera a la superficie. La esencia respondió en un fogonazo estimulante mientras imaginaba la neblina en mi mente, espesa como una nube, igual que estaba en las Skotos. La vi brotar del suelo, la vi crecer y expandirse. Mi piel se calentó mientras la imaginaba rodando por las colinas y los prados a las afueras de la capital, cada vez más densa, hasta que oscureció todo a su paso. No me paré ahí cuando abrí los ojos.
Unas chispas plateadas crepitaban por mi piel mientras miraba al Adarve y esperaba. Me recordó a una noche y una ciudad diferentes, a una yo diferente, una que creía en la protección del Adarve. En esa seguridad.
Al otro lado del Adarve, una llama empezó a parpadear como loca. El eather giró a través de mí, por encima de mí, mientras continuaba instando a la neblina a avanzar. La conjuraba. La creaba.
La llama de al lado de la primera empezó a danzar, luego otra y otra, hasta que la masa entera titilaba frenética y escupía ascuas varios metros en todas direcciones. Las dos antorchas del final de la fila fueron las primeras en apagarse y después se apagaron todas en rápida sucesión, sumiendo la tierra más allá del Adarve en una completa oscuridad.