—¿Recuerdas lo que te dijimos en Evaemon?
Negué con la cabeza, mis pensamientos demasiado acelerados como para empezar siquiera a recordar a qué podría referirse.
Sus ojos captaron los míos, y el dorado centelleó a la luz de las estrellas.
—Te has enfrentado a Demonios y a vamprys, a hombres con máscaras de piel humana. Has amilanado a atlantianos que querían hacerte daño, te has apoderado de ciudades enteras y me has liberado a mí —enumeró. Acarició mi mejilla—. Eres más que una reina. Más que una diosa a punto de convertirse en una Primigenia. Eres Penellaphe Da’Neer, y no tienes miedo a nada.
Se me atascó el aire en el pecho.
Kieran acarició mi otra mejilla, lo cual hizo que deslizara los ojos hacia él. Sonrió.
—Y no huyes de nada ni de nadie.
La emoción atoró mi garganta, igual que había pasado en Evaemon, sus palabras tan poderosas como el eather que vibraba en mi pecho.
Tenían razón.
Era valiente.
Fuerte.
Y no tenía miedo.
Asentí y me giré hacia delante justo cuando Delano rozó mis piernas y varios de los wolven nos adelantaron en ademán acechante. Levanté la barbilla y cuadré los hombros. Mi corazón se asentó cuando coronamos las escaleras.
Delano se quedó a mi lado cuando los demás wolven se abrieron en abanico, sus cuerpos lustrosos a la luz de la luna mientras serpenteaban entre las estatuas de piedra pálida que representaban a dioses arrodillados y bordeaban el camino que llevaba hasta ella.
Enfundada en un medio abrigo, medio vestido ceñido color carmesí, la Reina de Sangre estaba de pie delante de un altar utilizado antaño para exhibir los cuerpos de los sacerdotes y las sacerdotisas. La corona de rubíes y diamantes centelleaba sobre su cabeza como las estrellas que inundaban el cielo, lo mismo que el rubí que perforaba su nariz y el ancho cinturón enjoyado que ceñía su talle, visible debajo de ambos lados de su abrigo. Sus labios eran tan rojos como su ropa y, mientras estaba ahí de pie, era tan preciosa como horripilante.
Mi madre.
Mi enemiga.
No estaba sola. Callum estaba a su derecha, tan dorado como el mismísimo sol. Docenas de caballeros y guardias reales la flanqueaban y una fila de doncellas personales esperaba detrás del altar, pero una en particular llamó mi atención.
Millicent iba vestida como las otras doncellas personales: