Mis días empezaban y terminaban en una insensible pereza. Como no toleraba sentarme frente al escritorio, pasaba la mañana tendida en el colchón apoyado en el piso. Encendía la lámpara con brazo extensible y –sin tomarme la molestia de levantarme y vestirme– trataba de leer alguna de las obras que se apilaban a mi alrededor. Me distraían pensamientos de todo tipo. Me sentía culpable y decidía concentrarme, me duchaba, me vestía. Pero mientras me secaba el cabello la concentración se desvanecía. Por la tarde llegaba el correo, revistas y abundante propaganda, que hojeaba hasta que anochecía. Después de cenar reanudaba la lectura desde la página donde la había abandonado pero enseguida llamaba Nanae. Así pasaban los días.