Jean Grondin

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    Si el nihilismo equivale a la «muerte de Dios» es porque, a los ojos de Heidegger, el Dios verdaderamente divino no puede aparecer en un régimen de pensamiento metafísico: un dios sometido a nuestras condiciones, ¿es todavía divino? El dios de la metafísica, pensado como centro de la racionalidad última del mundo, no es para Heidegger sino un ídolo de la subjetividad que sólo necesita a Dios como una garantía (Descartes).
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    Pero su experiencia fundamental del ser se reduce a una cosa muy simple, incluso a lo que hay de más elemental, a saber, que hay ser y no más bien nada, y que en él somos el tiempo de un tiempo. Según Heidegger, esta experiencia ha sido la de los primeros pensadores griegos: hay ser, el ser emerge y nos sumerge.
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    Ante el misterio del ser, toda explicación llega demasiado tarde. La verdadera fuerza del pensamiento de Heidegger sobre la metafísica reside quizá no tanto en la elaboración de un nuevo pensamiento del ser, que él sabe que es necesariamente titubeante, como en la destrucción de las evidencias de la razón calculadora. Pero en la medida en que llega así a despertar el espíritu ante un misterio que no podrá explicar jamás, podría ser que recondujera la metafísica a una de sus más elevadas posibilidades, es decir, al asombro ante el ser, que lo abarca todo.
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    En fin: ¿es justo afirmar que un pensamiento, como el de la metafísica, que determina los límites de la finitud, es un pensamiento que ignora la finitud? Como podemos leer en Hegel,52 la verdadera desmesura es quizá la de un pensamiento que erige la finitud en un nuevo absoluto, sin apertura alguna a la trascendencia.
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    Remitiéndose a Tomás de Aquino, que habría sido el único en pensar el acontecimiento gratuito del ser (o de la existencia), Gilson acusa a toda la metafísica occidental de haber sido un pensamiento de la esencia o del concepto, es decir, de aquello que se deja captar por el pensamiento. De ahí el título de su notable obra L’être et l’essence, aparecida en 1948. Habiendo pretendido siempre pensar el ser a partir de su esencia, o como «objeto», la metafísica habría «neutralizado» lo que Gilson llama «el acto de existir». La fórmula es más tomista que kierkegaardiana, pero se trata también para Gilson de un puro acontecer, que marca el límite de la metafísica conceptual, obsesionada por el objeto y la esencia. El privilegio de la esencia, que Gilson asocia fácilmente a autores como Aristóteles y Suárez, paga el peaje de un olvido de la existencia o del ser. Como se ha observado con frecuencia, la crítica de Gilson se parece extrañamente a la de Heidegger,12 con la importante diferencia de que Gilson quiere ver en Tomás de Aquino una grandiosa excepción en el olvido del ser. Ciertamente, el acto de existir o el actus essendi de Gilson no es el Dasein de Heidegger, pero en ambos casos el privilegio reconocido a la existencia va a la par con una crítica del pensamiento conceptual que habría, fatalmente, dominado en toda la historia de la metafísica.
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    Dominique Janicaud ha recordado, sin embargo, que uno de los primeros textos publicados de Sartre, «La légende de la vérité», se publicó, realmente por azar, en un número de la revista Bifur en 1931, en la que también había aparecido la primera traducción francesa de un texto de Heidegger, «¿Qué es metafísica?».13 Sartre no ha hablado nunca de ello, pero no podemos por menos que pensar que le habrá bastado hojear algunas páginas del texto de Heidegger —el primero con que quizá se habrá cruzado— para darse cuenta de que la metafísica se emparejaba con la cuestión de la nada y la manera particular con que se presenta a la existencia humana, a través de la angustia.
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    Su dominio fue tanto, que suscitó una potente reacción en contra a partir de los años sesenta, cuando una filosofía orgullosa de denominarse «antihumanista» reemplazó, en el paisaje filosófico francés, al existencialismo humanista de Sartre. A la filosofía sartreana centrada en elemento principal de la libertad humana,15 Michel Foucault, influido más bien por el último Heidegger,16 quiso oponer en su libro Las palabras y las cosas (1966) la idea según la cual el hombre no era, en realidad, sino una invención relativamente reciente condenada a desaparecer…
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    Es verdad que era alérgico a toda especie de trascendencia teológica, y que ha dado un sentido totalmente diferente a los términos «ser» y «nada» de los que había hablado Heidegger: la nada que, en ¿Qué es metafísica?, designaba la nada del ser mismo se convierte en Sartre en la nada que introduce la irrupción del hombre en el mundo por su rechazo de toda determinación, mientras que «el ser», en el título de L’être et le néant, sirve sobre todo para designar el ser inerte que no es el del hombre.
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    Como la conciencia no es lo que ella es, o no es lo que parece ser actualmente o según una mirada objetivadora, no se debería confinarla a su determinación actual y contingente, siempre revocable. Decir, por ejemplo, de un para-sí que es «abogado», «camarero» o «comunista» es reducirlo al orden de lo en-sí y hacer caso omiso de su libertad.
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    «El hombre es ante todo un proyecto que se vive subjetivamente, en lugar de ser un musgo, una podredumbre o una coliflor; nada existe previamente a ese proyecto; nada hay en el cielo inteligible, y el hombre será ante todo lo que habrá proyectado ser.»
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