Le cayó muy bien la cobija de balas que lo durmió para siempre sobre su sarape gris de águilas verdes.
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hombre dijo, meciéndose en un pie, que no se le iban de los oídos los gritos de los quemados vivos. Eran fuertes. Después se fueron apagando poco a poco.
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¡Qué barbaridad, cuánto hombre, pero cuánta gente tiene el mundo!, decía mi mente de niña.
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Un 30-30 le dio el tiro de gracia, desprendiéndole una oreja; la sangre era negra negra —dijeron los soldados que porque había muerto muy enojado
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La sangre se había helado, la junté y se la metí en la bolsa de su saco azul de borlón. Eran como cristalitos rojos que ya no se volverían hilos calientes de sangre.
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Se hizo mi amigo porque un día nuestras sonrisas fueron iguales.