Raúl Zurita poesía en breve

Al principio
unos pocos, al rato millares. Todos marchan como
sonámbulos, con horribles quemaduras y los labios
derretidos, pidiendo agua entre montañas de cenizas y
cadáveres. Corro con frenesí, sorteándolos y finalmente
llego. ¿Una eternidad, un segundo, millones de años?
Salvo mi casa, todo lo demás es un interminable desierto
de restos aplanados, como si les hubiesen pasado un
rastrillo, y lo que había sido una calle es ahora apenas un
surco en medio de la planicie infinita.

alzaré por un minuto más mi cara hacia el cielo
llorando
porque yo que creí en la felicidad
habré vuelto a ver de nuevo las radiantes estrellas

remontando hacia los lagos del firmamento, allá donde el viento recortó
las flotantes ciudades y eran los campos en flor abriéndose contra el alba,
sudamericanas, alzándose del vilo de las estrellas.

Cuando nuestros
brazos subiendo nos señalaron el continente recortándose desde las
aguas, flanqueado de nubes, sonando y sonando en las cuerdas del
beethoveniano horizonte, cada vez más alto, emergiendo en el nuevo
cielo.

Lejos, muy lejos, la luz de otros soles iluminaba las estepas de planetas desconocidos y algo de su palidez alcanzaba también a teñir estas covachas improvisadas. Así empezará mi libro, pensé; con sus sueños. Está bien, todos moriremos algún día ardiendo como un sueño en el espacio, salvo que yo no quiero que mi sueño muera.

Esa noche, al volver, soñé con naves venidas de otros mundos ardiendo en el espacio, muñecos llenos de amor quemándose como paja. Al otro día regresé y hablé con algunos. Más tarde uno de ellos me contó que una vez, al despertar de un sueño llorando desesperadamente, vio a su madre y a su hermana agarrándolo de los pelos, sólo que él quería morir.

Fue allí cuando empecé a grabar sus sueños.

Afuera, mientras algunos niños estiraban sus manos pidiendo lo que en este idioma se llama limosna, el brillo de estrellas ya extinguidas comenzaba a constelar el cielo haciéndome recordar una leyenda aymara que dice que si una persona está a punto de morir, hay que agarrarla de los pelos de la cabeza con toda la fuerza porque entonces la muerte no puede llevársela.

Las escrituras en el cielo serían de este modo la culminación de esta ensoñación colectiva que hace que los espectadores sean parte de esa locura, pero también parte de esa utopía, pues de eso se trata, de la esperanza en que el trauma, el dolor, la lucha se convierta en una esperanza y tanto la escritura en el desierto como la del cielo de Nueva York representan ese intento extremo.

Anteparaíso, me ha parecido ser, como lo fue Zurita con respecto a La Vida Nueva, una proyección, un pliegue, un zoom a la imagen de un hombre en el fondo de un bote mirando las estrellas y en un estado de sopor, por lo cual todo lo que sigue a continuación no sería sino una ensoñación de esa “psicosis de tipo epiléptico”, es decir, las playas meciéndose, las cordilleras marchando, los valles quemándose

no se puede entender la intensidad de lo que significan los detenidos desaparecidos sin la intensidad de cómo las diversas civilizaciones han entendido la muerte, el duelo, el luto.

Es este carácter expansivo que me interesa de la Poética de Zurita, ya que de fondo sí consiste en hacer de la vida una obra de arte, éstas requieren una vida mucho más amplia en la que todo ser humano es la humanidad. Este interés en el culto a la muerte, por ejemplo se puede entender desde la simbiosis que hay entre la Poética y la autobiografía, la historia y el sujeto, el tiempo y la desaparición. Más aún hoy en que este octubre nos ha parecido un septiembre.