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Isaac Bashevis Singer

Keyle la Pelirroja

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    Búnem se durmió finalmente. Cuando despertó, empezaba a amanecer. No sentía ningún deseo, ni de vivir ni de morir. Como si hubiera perdido el amor a sí mismo, ese punto de egoísmo que la persona necesita para luchar por la vida.
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    —Sólo quiero que sepas una cosa: yo he muerto para ti. Imagínate que estoy sepultada, a cuatro codos bajo tierra.

    —No podría. Mil veces he decidido no acercarme más a ti, pero me atraes como un imán.
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    De vez en cuando, echaba una ojeada a las jóvenes del coro, de aspecto no judío, con el pelo rubio y la nariz respingona. Los cánticos salían de sus labios llenos de autoconfianza, orgullo y descaro. No alababan a Dios, más bien lucían su natural belleza y la buena salud de su cuerpo bien alimentado, satisfechas de su capacidad para atraer la mirada de los hombres.
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    A menudo pensaba que, más tarde o más temprano, encontraría el coraje para poner fin a su vida, a sus enredos y a su insubordinación frente a las crueles leyes de la existencia: la lucha por sobrevivir, el ciego impulso del sexo, la injusticia de los poderosos, la locura, los crímenes, así como las falsas esperanzas, en fin, de quienes confían en encontrar medios con los que vencer a la naturaleza y a su principio de que la fuerza hace el derecho.
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    Si Spinoza y también los cabalistas tuvieran razón, pensaba Búnem, y todo lo que existe fuera parte de Dios, cuerpo de Su cuerpo y espíritu de Su espíritu, no serían posibles la fealdad ni la repugnancia.
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    —Si no has robado antes, no empieces ahora. Tal vez Dios nos ayude.

    —Una vez dijiste que no hay Dios.

    —Lo hay, lo hay. Tal vez no sea tan bueno como la gente cree, pero existe.
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    ¡Cielos, la vida lo había llevado por tales vericuetos que ya no podía contar a nadie la verdad!
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    Los escasos dólares, suyos y de Keyle, se agotaron y llegó el día en que no les quedaba nada con lo que poder comprar comida para el desayuno. El hambre no les dejaba dormir. Esa noche Bunem y Keyle no conversaron sobre el amor, sino sobre el suicidio.
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    expresión desprendía cierta ternura, la clase de bondad del cuerpo que ya no desea nada, al que nada puede afectar ya.
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    Había perdido todo: a Solche, a sus padres, a Tsírele, a sus hermanos menores, la ciudad de Varsovia. Nada le había quedado, salvo esa extraña y singular mujer.
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