El vino de la juventud

Su sufrimiento no cabía en la habitación.

Si pudiera arrodillarme a tus pies para adorarte, sujetando el borde de tu rojo vestido con estas manos que no lo merecen, moriría de júbilo.

Pero tenía mucho que escribir. Tanto que me dolía por dentro.

Fue como un relámpago que atravesara mi mente, el desastre en el que había convertido mi vida, suspendiendo en álgebra tres años seguidos, copiando en los exámenes, escuchando chistes verdes y contando otros inventados por mí.

Me quedé allí sentado, pensando en mi vida, mi desperdiciada vida, y en todos los problemas que les había causado a mis padres.

Ahora era mayor y era demasiado tarde. Con el corazón destrozado, abría la ventana y saltaba: suicidio.

Aunque fuera un viejo cobertizo con el techo lleno de goteras y sin pintar. ¿Qué es el dinero? No me importaría.

Hablábamos con total sinceridad, pero a nadie parecía importarle ni lo apreciaba en absoluto.

De repente éramos una tribu de pigmeos enfrentada a un gigante explorador del mundo exterior.

—Dios está en todas partes, así que ¿por qué tengo que ir a verlo a una iglesia? Él también está aquí, en esta casa, en esta habitación. Está en mi mano. Mira. —Abría y cerraba la mano—. Está justo aquí. En mis ojos, mi boca, mis orejas, mi sangre. Entonces, ¿qué sentido tiene recorrer ocho manzanas a través de la nieve, cuando lo único que tengo que hacer es sentarme aquí, con Dios, en mi propia casa?