Por supuesto, ellos no aparecían en las fotografías, eso habría sido de mal gusto y no encajaba en absoluto con mi estilo. En lugar de eso, me encargaba de inmortalizar las prendas de ropa que habían quedado tiradas por el suelo, tratando de que la composición de la imagen fuera algo especial. Había capturado los rayos de luz entrando a través de las cortinas después de pasar una eternidad agachada en el suelo, esperando la llegada del instante perfecto para pulsar el disparador. Las imágenes eran estéticas, elegantes y sexys, y permitían interpretaciones libres por parte de quien las observaba.
Aquello era justo lo que más me gustaba del arte: que las cosas no eran buenas o malas, no todo era blanco o negro. Todo podía valer, se permitía cualquier cosa.