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Lindsey Fitzharris

El reconstructor de caras

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    La mayoría de estos pilotos llevaba encima un revólver o una pistola, pero no para disparar al enemigo, sino para terminar con su vida en caso de que el avión s
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    el club de los veinte minutos»: el tiempo que duraba de media un nuevo piloto en ser derribado.
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    Eran una invención británica y recibieron ese nombre con el propósito de ocultar al enemigo su verdadera función. Simulando ser tanques de agua, estas bestias de acero protegían a los hombres que iban en sus tripas mientras avanzaban implacables con sus cañones y carga hacia las líneas enemigas.
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    Hasta donde estábamos llegaron tambaleándose soldados franceses ciegos, entre toses y estertores, con la cara de un inquietante color púrpura y los labios mudos de agonía; como luego supimos, dejaron atrás a cientos de camaradas muertos y moribundos en las trincheras rezumantes de gas»
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    primer ataque letal con gas a gran escala tuvo lugar el 22 de abril de 1915,
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    La primera fue el Flammenwerfer, o lanzallamas, que aterraba hasta
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    El historiador militar Leo van Bergen señala que este aspecto, unido a los avances en artillería, significó que una compañía de tan solo trescientos hombres de 1914 podía «desplegar una potencia de fuego equivalente a la de los sesenta mil hombres del ejército que combatió al mando del duque de Wellington en la batalla de Waterloo».
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    Además de causar muerte y desmembramientos, la maquinaria de la guerra también produjo con eficiencia millones de lisiados.

    En ninguna otra guerra se habían perdido tantas vidas, y en parte fue debido a la invención de nuevas tecnologías que hicieron posible la masacre a escala industrial. Con las armas automáticas, los combatientes podían disparar cientos de balas por minuto contra objetivos lejanos. La artillería hizo tales avances que con algunas armas de largo alcance se debía tener en cuenta la curvatura de la Tierra para asegurar la precisión del disparo. El mayor cañón de asedio de los alemanes, el temido «cañón de París», batió la capital francesa con proyectiles de noventa kilos a ciento veinte kilómetros de distancia
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    Y una nueva amenaza, pedazos ardientes de metralla muchas veces cubiertos de fango repleto de bacterias, causaba unas heridas terribles a las víctimas. Los cuerpos eran vapuleados, agujereados y despedazados, pero las heridas de la cara podían ser especialmente traumáticas. Narices arrancadas, mandíbulas hechas añicos, lenguas descuajadas y globos oculares reventados. En algunos casos, la cara entera se borraba como un tachón. En palabras de una enfermera de batalla: «La ciencia médica estaba atónita ante la ciencia de la destrucción».
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    En el instante mismo en que sonó la primera ametralladora sobre el frente occidental, una cosa quedó clara: la tecnología bélica de Europa había dejado muy atrás su capacidad médica. Las balas surcaban el aire a velocidad aterradora. Los proyectiles y las bombas de mortero explotaban con tal fuerza que lanzaban a los hombres por el campo de batalla igual que muñecos de trapo. La munición con carga de magnesio se encendía al entrar en la carne.
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