Los poemas se agolparon en su pecho: en realidad los destinatarios no habían sido los príncipes, ni siquiera el amado Sayf al-Dawla. Eran suyos.
Moriría como había vivido: sin miedo, custodiado por los versos que le habían dado la gloria. Clavó las espuelas en los flancos de su montura. Seguido por su hijo y su esclavo se lanzó, riendo, contra sus asesinos.