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Edith Hamilton

Mitología

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    Ahí seguía ella, en su pedestal, cautivadora en su hermosura. Él la acarició y de inmediato retiró la mano. ¿Se engañaba a sí mismo o parecía cálida al tacto? Besó sus labios con un beso largo y lento, y los sintió volverse suaves bajo los suyos. Tocó sus brazos, sus hombros, y notó que la dureza cedía; era como cera derretida bajo el sol. Tomó su muñeca: tenía pulso. “Venus…”, pensó. “Esto es obra de la diosa.” Y con indecible gratitud y alegría, rodeó a su amada con los brazos y la vio sonreír ante sus ojos y ruborizarse.
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    Este singular ardor no pudo pasar inadvertido a los ojos de la diosa del amor apasionado. A Venus le llamó la atención, pues rara vez se presentaba algo así en su camino: una nueva clase de amor. Y decidió ayudar a ese joven capaz de estar enamorado y de ser original a la vez. La festividad de Venus se celebraba de forma especial en Chipre, por supuesto, pues fue la primera isla en recibir a la diosa cuando ésta surgió de la espuma. Se le ofrecía multitud de novillas blancas como la nieve, con los cuernos abrillantados; el delicioso aroma del incienso se extendía por toda la isla desde sus muchos altares y la muchedumbre atestaba sus templos; no había un solo enamorado infeliz que no se presentara ahí con su ofrenda, rogándole ser correspondido. Y ahí estaba también Pigmalión, obviamente.
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    En cualquier caso, trabajó mucho y con gran dedicación en la estatua, y creó una obra de arte exquisita. Pero, por bella que fuera, no podía descansar tranquilo: seguía trabajando, y cada día la embellecía más con sus hábiles dedos. No había nacido mujer ni se había tallado estatua que pudiera comparársele. Cuando ya no pudo seguir perfeccionándola, su creador sintió algo extraño dentro de sí: se había enamorado, profunda y apasionadamente, de su propia creación. Hay que tener en cuenta, a modo de explicación, que la estatua no parecía una estatua; nadie hubiera pensado que era de marfil o piedra, sino de cálida carne humana que se había quedado inmóvil por un instante. Tal era el maravilloso poder de este desdeñoso joven. Había conseguido el logro supremo del arte: el arte de ocultar el arte.
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    Por fin, fue presa de una banda de ménades, tan en­loquecidas como las que habían matado a Penteo sin piedad. Y las ménades asesinaron al dulce músico, lo hicieron pedazos y arrojaron su cabeza a la rápida corriente del río Evros, que la arrastró hasta su desembocadura en la orilla de Lesbos. Ahí seguía, intacta, cuando la encontraron las musas y la enterraron en el santuario de la isla. También recogieron sus brazos y piernas y los depositaron en una tumba al pie del monte Olimpo, donde, hasta el día de hoy, cantan los ruiseñores con más dulzura que en ningún otro lugar.
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    Entonces hicieron venir a Eurídice y se la entregaron, pero con una condición: que Orfeo no se volviera a mirarla mientras ella caminaba detrás de él, hasta que llegaran al mundo exterior. Así pues, los dos cruzaron las grandes puertas del Hades y siguieron el camino que los sacaría de las tinieblas, siempre cuesta arriba. Orfeo sabía que ella estaba justo detrás de él, pero se moría de ganas de echar un vistazo para asegurarse. Casi habían llegado ya: las tinieblas daban paso al gris y enseguida Orfeo, lleno de júbilo, se vio bajo la luz del día. Entonces se volvió hacia ella… demasiado pronto. Eurídice aún no estaba fuera de la caverna. Él la vio en la penumbra y extendió los brazos para sujetarla, pero en ese instante la muchacha desapareció. Se había deslizado de nuevo en la oscuridad. Orfeo sólo alcanzó a oír una palabra ahogada: “Adiós”.
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    El embrujo de su voz era tal que nadie se le resistía. Y así, Orfeo

    Hizo caer lágrimas de hierro por las mejillas de Plutón

    y al infierno conceder el deseo del amor.
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    Y así Orfeo se aventuró hasta donde nadie se hubiera aventurado por amor: el espantoso inframundo. Ahí tañó su lira y, a su sonido, la inmensa multitud quedó presa del encanto, paralizada. Cerbero bajó la guardia, la rueda de Ixión se detuvo, Sísifo se sentó a descansar sobre su piedra, Tántalo olvidó su sed; los rostros de esas diosas terribles, las furias, se humedecieron con lágrimas por primera vez. Hasta el soberano del Hades se acercó a escucharlo con su reina. Orfeo cantaba:
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    Orfeo y Eurídice se casaron, pero la felicidad les duró poco: justo después de la boda, mientras la novia caminaba por una pradera con sus damas de honor, una víbora la mordió y ella murió. La pena de Orfeo fue tan abrumadora que no pudo soportarlo: decidió bajar al mundo de los muertos e intentar recuperarla, pensando para sí:

    Con mi canción

    encantaré a la hija de Deméter,

    encantaré al señor de los muertos

    y conmoveré sus corazones con mi melodía.

    Se la arrebataré a Hades.
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    Pero Orfeo tomó entonces su lira e interpretó una melodía tan clara, tan sonora, que consiguió ahogar el sonido de las voces encantadoras y fatales. El barco recuperó el rumbo y los vientos lo alejaron de aquel fatídico lugar: de no haber estado ahí Orfeo, también los argonautas hubieran dejado los huesos en la isla de las sirenas.
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    También salvó a los héroes de las sirenas.
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