«El pueblo es siempre soberano. Lo ha sido y lo será. En ese sentido, cabe agregar que la democracia americana no fue inicialmente una democracia política. No tenía necesidad de serlo. Fue una sociedad democrática, practicante de la igualdad, por lo que el principio de la soberanía del pueblo no expresaba una concepción política de la vida social. Así, mientras que las naciones europeas iban constituyéndose poco a poco en territorios de libertad política, Estados Unidos fue desde el comienzo lugar de igualdad civil. De ahí provino el carácter pragmático de su democracia.
Tal pragmatismo recorre de principio a fin los artículos de la Constitución federal de 1787. También alienta el funcionamiento de las instituciones que se crearon a partir de ese momento. Contra la idea a veces difundida sobre las capacidades casi divinas de los delegados que dieron forma y contenido a esa primera constitución moderna, baste señalar que aquellos representantes fueron simplemente hombres interesados en construir un país muy distinto del que antes había sido colonia. Quizás sea una exageración decir que eran individuos comunes y corrientes. La mayoría de ellos gozaba de una situación económica holgada y poseía una extensa cultura clásica. Asimismo, la mayoría tenía una amplia experiencia política derivada de su participación en múltiples instancias de los gobiernos locales. La tarea que se propusieron no era fácil, sobre todo porque carecían de antecedentes históricos en los que inspirarse. Fueron inventivos. Por eso lograron llevarla a cabo con éxito.
Nunca sabremos si los dioses desearon intervenir en esa obra. A fin de cuentas, saberlo poco importa. Lo cierto, lo único cierto, es que los dioses llegaron tarde a Filadelfia».