Mi casa está donde estoy yo

comprendí por primera vez la fuerza de las palabras, comprendí que quien habla o escribe bien difícilmente estará solo.

Eso, para mí, supone algo así como un milagro. Todas las biografías de Nat King Cole convienen en destacar la acentuada miopía del cantante. Aunque tenía vista de topo, prefería no llevar gafas mientras tocaba, por lo que asumió ese famoso aire surrealista tan característico. Daba la impresión de mirarlo todo, pero en realidad no miraba a nadie. El truco estaba en su sonrisa. Al sonreír, siempre parecía poseer un pleno control de la situación. Por ello se me antoja un milagro el hecho de que, pese a la avanzada miopía de Nat King Cole, este reparara en mi padre y sus dos amigos. Quién sabe lo que vio con sus ojos opacos el gran Nat. ¿Acaso tres puntitos negros en medio de un mar blanco? Quién sabe

Lo cierto es que al terminar de tocar la canción, en lugar de empezar otra enseguida, se dirigió a mi padre y sus amigos. Dijo algo así como: «Queridos hermanos, venid a ver el concierto en primera fila. Tengo sitios reservados para mis invitados». Papá y sus amigos se levantaron casi en estado de trance. Un poco torpemente, se encaminaron a la primera fila. Los ojos de toda la platea del Sistina se clavaron en ellos. «Son peces gordos», murmuró alguien. No podían intuir la secreta solidaridad que existe entre aquellos que tienen el mismo color de piel. Nat King Cole les estrechó la mano, y luego siguió cantando. Para mi padre y sus amigos fue una velada espléndida. Una velada en que la solidaridad negra había creado magia. Aquella noche, mi padre se prometió a sí mismo que, en caso de verse en la necesidad de buscar refugio, sería en Roma: la magia de la que había sido testigo lo había convencido de que en Roma podría volver a empezar de un modo u otro. Tal vez Roma era una auténtica ciudad mágica.