Sin embargo, cada vez que intentaba asirla, la esperanza resbalaba a otra parte de su corazón.
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Lo peor de todo era que todavía tenía esperanza. La luz que Raoden había insuflado aún aleteaba en el interior del pecho de Galladon, no importaba con cuánta fuerza intentara apagarla.
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—Doloken, sule —murmuró, contemplando al ausente Raoden—, me has dejado hecho un lío.
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A Sarene le pareció que comprendía un poco mejor a Iadon, allí en medio del frío y la humedad, mientras veía cómo la tierra cubría lentamente su ataúd.
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A menudo, la opinión que tenemos sobre nosotros mismos es la menos acertada.
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La situación empezaba a irritar a Sarene. «¿Por qué, en nombre del bendito Domi —se preguntaba—, se siente todo el mundo en este país tan amenazado por una mujer segura de sí misma?».
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—Entonces déjame decirte una verdad, amigo mío. Te aprecio. No sé si encajas aquí; dudo que ninguno de nosotros lo haga. Pero valoro tu ayuda.
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Los optimistas no podéis comprender que una persona deprimida no quiere que intentéis alegrarla. Eso nos pone enfermos.
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—Podemos ser fuertes ante los reyes y los sacerdotes, mi señora, pero vivir es tener preocupaciones e inseguridades. Si te las guardas te destruirán, seguro, te harán una persona tan encallecida que las emociones no echarán raíces en tu corazón.
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La verdad no podrá ser derrotada nunca, Sarene. Aunque la gente la olvide temporalmente.