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Maryse Condé

La vida sin maquillaje

  • Anamembuat kutipankemarin dulu
    A Anne Arundel no le gustó ni un pelo Heremakhonon, aunque por razones bien distintas.

    —Las cosas no sucedieron ni por asomo como las cuentas —me reprochaba.

    Para ella, como para la mayoría, la literatura no tiene más interés que el de cliché instantáneo, el de fotocopia compulsada. Desdeñan el importantísimo papel de la imaginación. Mi complot de los profesores no era, punto por punto, como el que habíamos vivido. En Heremakhonon, fusioné el recuerdo de mi breve encuentro con Mwalimwana-Sékou Touré, en el palacio presidencial de la República, con el comportamiento de las alumnas de Bellevue y con mis propios temores a propósito del golpe de Estado en Acra.
  • Anamembuat kutipankemarin dulu
    Roger Dorsinville fue la primera persona a quien di a leer el borrador de Heremakhonon. Dos días después, me comunicó su veredicto:

    —¡Demasiadas coincidencias! ¿No te da miedo que te confundan con la heroína, Véronica Mercier?

    Yo me lo quedé mirando, patidifusa. No podía saber que predecía la verdad. En 1976, cuando se publicó la novela, los periodistas y los lectores se apresuraron a creer que Maryse Condé y Véronica Mercier eran la misma persona. Me llovieron las críticas. Llegaron incluso a reprocharme mi falta de moral y mi carácter indeciso. Así descubrí que todo escritor debe, con el fin de proteger su reputación, limitarse a esbozar modelos de gran virtud; especialmente si es mujer.
  • Anamembuat kutipankemarin dulu
    Me quedé estupefacta. Para mí, un libro no es una manera de vengarse de determinados individuos o de la existencia en general. En mi caso, es en la literatura donde expreso mis miedos y mis angustias, donde intento liberarme de los interrogantes que me desasosiegan. Por ejemplo, cuando escribí Victoire, la madre de mi madre, mi obra más dolorosa, me esforcé sobremanera por resolver el enigma que representaba el personaje de mi madre. ¿Por qué una mujer tan sensible, tan profundamente buena y generosa, hacía gala de un comportamiento tan desabrido? No cesaba de asestarles dardos envenenados a todos los que se hallaban a su alrededor. Después de una honda reflexión y tras haber escrito ese texto, comprendí que la causa de tal contradicción no era otra que la compleja relación que mantenía con su madre. Su madre, a quien adoraba, pero de quien siempre se avergonzó por iletrada y analfabeta. No paraba de reprocharse el haber sido «una mala hija».
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    Yo sentía un nudo en el pecho cuando me hablaban de cierto periodista al que al parecer consideraban la esperanza del país, el líder de los oprimidos: Jean Dominique.

    —Es mulato —precisaba Jean Brière—. Ya sabes lo mucho que importa el color en nuestro país. Pero Jean Dominique les da radicalmente la espalda a los prejuicios de su casta.
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    Aquellas palabras de Denis, «Yo te quiero, mamá», han permanecido atesoradas en lo más hondo de mi corazón durante todos estos años de tensiones, enfrentamientos, riñas y reconciliaciones, que siempre eran demasiado breves, hasta el día de su muerte por sida, tan cruel, tan injusta, en 1997. Tenía cuarenta y un años. Había escrito tres novelas muy prometedoras. Fue el único de mis hijos que se interesó por la literatura.
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    En cuanto recuperé las fuerzas, volví a sentarme frente a mi máquina de escribir. Sin darme cuenta, algo se me había desatado por dentro, y estaba resuelta a convertirme en escritora. Igual que Roger Dorsinville, ennegrecía páginas y más páginas sin parar. No sé de dónde me vino semejante determinación, pero estaba decidida a alimentar a cuatro niños gracias al humo de mis pensamientos. A veces me parecía un tanto arrogante. ¿Quién era yo para osar penetrar en el círculo mágico de aquellos a quienes tanto admiraba? Sin embargo, por lo general, no me dejaba desanimar. Lo más curioso es que ni se me ocurrió hablar de mis problemas personales; por ejemplo, del tsunami amoroso que acababa de devastarme. ¿Pudor? ¿Ambiciones más elevadas, quizá? A decir verdad, antes de estas memorias, jamás había escrito una palabra sobre Kwame. Avanza enmascarado en muchos de mis textos, prestándoles ciertos rasgos a algunos de mis personajes: machismo, arrogancia, insensibilidad. Pero la verdad es que, a lo largo de los años, he hecho más hincapié en los episodios políticos que más me han obsesionado: por ejemplo, el complot de los profesores en Guinea, al que vuelvo constantemente.
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    Heremakhonon, tras infinitas tentativas, opté por una estratagema que me pareció bastante cómoda y que cuadraba, creo yo, con la ambigua personalidad de la heroína, Véronica: conservar solamente las preguntas que se le formulaban, y reemplazar las respuestas por confusos monólogos interiores.
  • Anamembuat kutipankemarin dulu
    Yo no sabía cómo explicarme. Resulta que mi relación con París era de lo más compleja. París no representaba, como para mi madre, la ciudad de la luz, la capital del mundo. Para mí, era el lugar donde había descubierto brutalmente mi alteridad. Allí viví, a mi modo, «esa experiencia vital del Negro» relatada por Frantz Fanon en «Piel negra, máscaras blancas». Cuando era adolescente, en el metro, en el autobús, los parisinos me escrutaban y comentaban abiertamente, sin preocuparse por que los escuchara:

    —¡Pues no es fea la negrita!

    Los niños se echaban a temblar cuando me sentaba a su lado:
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    Enseguida me impactó la evidente similitud que existía entre los destinos de la «raza» judía y la «raza» negra, ambas igualmente vilipendiadas y torturadas a lo largo y ancho de este mundo. Dicha semejanza no dejaría de preocuparme jamás. De hecho, se manifiesta con claridad en Tituba, la bruja negra de Salem. Quienes hayan leído esta obra sabrán que se centra en el personaje de Tituba, una esclava originaria de Barbados, que fue trasladada a la casa de unos puritanos de América y que estuvo en el origen de la histeria colectiva que se generó a propósito de las brujas de Salem. En los Estados Unidos, el mensaje provocador, ampliamente paródico y burlón de esta novela quedó atenuado por el prefacio de Angela Davis, algo serio y grave para mi gusto. Sobre todo, hacía hincapié en el silencio y en la exclusión de ciertos sectores e individuos. Yo, queriendo romper con la imagen de la anciana desvalida, concebí a Tituba como una seductora mujer negra que, al coincidir en prisión con Hester Prynne, la heroína de La letra escarlata de Nathaniel Hawthorne, le confía lo mucho que le gustan los hombres y proclama que jamás en su vida se declararía feminista.
  • Anamembuat kutipankemarin dulu
    Dato importante, capital, más bien: en aquella época, empecé a escribir. Surgió de manera natural. Sin experiencia mística, esta vez. De hecho, ninguna circunstancia particular rodeó aquel acontecimiento tan notable. Una noche, después de cenar, cuando los niños ya dormían, me acerqué sigilosamente a la máquina Remington verde que había guardado durante años, aquella con la que redactaría los dos volúmenes de Segú. Empecé a teclear con un dedo; pero, esta vez, no se trataba de los acostumbrados artículos, entrevistas, columnas para Bush House. Más bien parecía que me hubieran asestado un golpe de lanza en el costado y que un río hirviendo me brotara de la herida, acarreando atropelladamente recuerdos, sueños, impresiones, sensaciones olvidadas. Cuando por fin me detuve, eran las tres de la madrugada. Releí mi texto con cierta aprensión. En ese relato informe, hablaba de mí, de mi madre, de mi padre, a quien apodé «el marabú mandingo». Se trataba de un primer esbozo de mi obra Heremakhonon, en la que trabajé durante años antes de conocer a Stanislas Adotevi (otro buen samaritano), que dirigía la colección «La voz de los otros» en la editorial 10/18.
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