El gran espejismo, el gran autoengaño, reside en el hecho de que pueblos y patrias persigan la felicidad. Pero la felicidad, amén de imposible, es insufrible. Qué hacer con ese material volátil, ese fantasma ingrávido, esa pompa de jabón que te estalla en las narices y queda convertida en poco más que un resto de espuma irritándote los ojos.
¿Hablamos de felicidad? La felicidad es tan perecedera como un cuenco de leche al sol, como una mosca en invierno, como una hebra de azafrán a comienzos de la primavera. Tiene el tórax tan frágil como el de una libélula. No es una yegua que puedas montar ni llevar al galope hacia el horizonte. No es una piedra angular sobre la que construir tu Iglesia o tu Estado. La felicidad no entra en los libros de historia ni en las crónicas ni en los anales (entran las batallas, los pogromos, las traiciones y el asesinato sangriento de algún archiduque). La felicidad es solo para los abecedarios y para las guías de conversación en una lengua extranjera (y solo en aquellas para principiantes). Tal vez porque resulta menos engorroso a nivel gramatical, la felicidad se conjuga siempre en presente. Solo allí todos son felices, brilla el sol, las flores exhalan su perfume, vamos todos a la playa, regresamos de una excursión