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Gilles Deleuze

Proust y los signos

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    La Recherche no está construida ni como una catedral ni como un vestido, sino como una tela. El narrador-araña, cuya tela es la propia Recherche haciéndose, tejiéndose con cada hilo movido por determinado signo: la tela y la araña, la tela y el cuerpo son una y la misma máquina. Aunque dotado de una sensibilidad extrema y de una memoria prodigiosa, el narrador no tiene órganos, en la medida en que está privado de cualquier uso voluntario y organizado de sus facultades. En cambio, una facultad se ejerce en él cuando está obligada y forzada a hacerlo; y el órgano correspondiente se posa en él, pero como un esbozo intensivo despertado por las ondas que provocan su uso involuntario. Sensibilidad involuntaria, memoria involuntaria, pensamiento involuntario que son cada vez como las reacciones globales intensas del cuerpo sin órganos a signos de una u otra naturaleza. Este cuerpo-tela-araña se agita para entreabrir o cerrar cada una de las pequeñas cajas que tropiezan con un hilo pegajoso de la Recherche. Extraña plasticidad del narrador. Este cuerpo-araña del narrador, el espía, el policía, el celoso, el que interpreta y el que reivindica –el loco– es el esquizofrénico universal que tenderá un hilo hacia Charlus el paranoico y otro hilo hacia Albertine la erotómana para convertirlos en las marionetas de su propio delirio, en otras tantas potencias intensivas de su cuerpo sin órganos, en otros tantos perfiles de su locura
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    De hecho, el narrador es un Cuerpo enorme sin órganos.
    Pero ¿qué es un cuerpo sin órganos? Tampoco la araña ve nada, ni percibe nada, ni recuerda nada. Se limita a recoger, en un extremo de la tela, la menor vibración, que se propaga a su cuerpo en ondas de gran intensidad, y que hace que salte al lugar preciso. Sin ojos, sin nariz, sin boca, la araña responde única y exclusivamente a los signos, está penetrada por el menor signo que atraviesa su cuerpo como una onda y la hace saltar sobre su presa.
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    A finales del siglo XIX y principios del XX, la psiquiatría estableció una distinción interesantísima entre dos clases de delirios de los signos: los delirios de interpretación del tipo paranoia y los delirios de reivindicación del tipo erotomanía o celos. Los primeros presentan un comienzo insidioso y un desarrollo progresivo que depende fundamentalmente de fuerzas endógenas y se extiende en una red general que moviliza el conjunto de los esfuerzos verbales. Los segundos tienen un comienzo mucho más brusco y están vinculados a ocasiones externas reales o imaginarias; dependen de una especie de «postulado» que afecta a un objeto determinado y entran en constelaciones limitadas; no son tanto delirio de ideas que pasan por el sistema en extensión de los esfuerzos verbales como delirio de acto, impulsado por los esfuerzos intensivos de objeto (la erotomanía, por ejemplo, se presenta más como una persecución delirante del ser amado que como una ilusión delirante del ser amado).
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    La respuesta es la siguiente: en un mundo reducido a una multiplicidad de caos, únicamente la estructura formal de la obra de arte, en la medida en que no remite a otra cosa, puede servir de unidad –a posteriori (o, como decía Eco, «la obra como Todo vuelve a proponer ex novo las convenciones lingüísticas sobre las que se rige y se convierte en clave de su propio código»). Pero todo el problema estriba en saber en qué se basa esta estructura formal, y cómo da a las partes y al estilo una unidad que no tendrían sin ella. Ahora bien, ya hemos visto antes, en las direcciones más diversas, la importancia de una dimensión transversal en la obra de Proust: la transversalidad.8 Es ella la que permite, en el tren, no unificar los puntos de vista de un paisaje, sino hacer que se comuniquen siguiendo su dimensión propia, en su dimensión propia, cuando ellos, por sus propias dimensiones, siguen siendo no comunicantes entre sí.
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    No es el estilo, por tanto, lo que garantiza la unidad, pues él a su vez recibe su unidad de otra parte. Tampoco la esencia, puesto que la esencia como punto de vista está perpetuamente fragmentando y siendo fragmentada. ¿Cuál es, pues, este modo tan especial de unidad irreductible a cualquier «unificación», esta unidad tan especial que surge a posteriori, que garantiza el intercambio de los puntos de vista y la comunicación de las esencias, y que surge ella misma, siguiendo la ley de la esencia, como una parte al lado de las demás, pincelada final o fragmento localizado?
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    Una vez más, el problema de la obra de arte es el de una unidad y de una totalidad que no serían ni lógicas ni orgánicas, es decir, que no serían ni presupuestas por las partes como unidad perdida o totalidad fragmentada, ni formadas o prefiguradas por ellas a lo largo de un desarrollo lógico o de una evolución orgánica.
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    Filosóficamente, fue Leibniz quien planteó por primera vez el problema de una comunicación resultante de partes cerradas o de eso que no se comunica: ¿cómo concebir la comunicación de las «mónadas» que carecen de puerta y ventana?
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    Proust plantea el problema a varios niveles: ¿qué constituye la unidad de una obra? ¿Qué es lo que nos hace «comunicar» con una obra? ¿Qué es lo que permite la unidad del arte, si es que esta existe? Hemos renunciado a la búsqueda de una unidad que unificaría las partes, de un todo que totalizaría los fragmentos. Ya que lo propio y la naturaleza de las partes o fragmentos es excluir el Logos tanto como unidad lógica como en cuanto totalidad orgánica.
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    Cuando Proust compara su obra con una catedral o con un vestido, no lo hace para recurrir a un Logos como bella totalidad, sino, por el contrario, para hacer valer un derecho a lo inacabado, a las costuras y a los remiendos.1
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    Pero la contradicción tan violenta entre el tiempo recobrado y el tiempo perdido se resuelve en la medida en que vinculamos cada uno a su orden de producción. Toda la Recherche emplea tres clases de máquinas en la producción del Libro: máquinas de objetos parciales (pulsiones), máquinas de resonancia (Eros), máquinas de movimiento forzado (Tánatos). Todas producen verdades, pues es propio de la verdad ser producida, y serlo además como un efecto del tiempo: el tiempo perdido, por fragmentación de los objetos parciales; el tiempo recobrado, por resonancia; el tiempo perdido de otra forma, por amplitud del movimiento forzado, cuando esta pérdida ha pasado a la obra y se ha convertido en la condición de su forma.
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