Una vez, con la esperanza de mejorar un poco las relaciones, le propuse a Scoresby que jugásemos a las cartas. La idea le pareció bien, pero, como la mayoría de los hombres estúpidos, se creía muy inteligente. Se imaginó que iba a ganarme y sacarme mucho dinero. No sólo ganarme en las cartas, sino ganarme en todo, enseñarme quién era el jefe en realidad. Jugamos a las veintiuna y todas las cartas me venían a mí. Perdió seis o siete manos seguidas. Esto hizo que su seguridad se tambaleara y entonces empezó a jugar mal, a apostar de forma absurda, a echarse faroles, a equivocarse en todo. Debí de ganarle cincuenta o sesenta dólares aquella noche, una fortuna para un tonto como aquél. Cuando vi lo disgustado que se quedaba, traté de reparar el daño y le perdoné la deuda. ¿Qué me importaba a mí el dinero? No se preocupe, le dije, he tenido suerte, simplemente; estoy dispuesto a olvidarlo, nada de rencores, algo así. Probablemente es lo peor que podía haberle dicho. Scoresby pensó que le trataba con aires de superioridad, que intentaba humillarle, y se sintió herido en su orgullo, doblemente herido. Desde entonces, hubo mala sangre entre nosotros y yo fui incapaz de arreglarlo. Yo también era un terco hijo de puta, cosa de la que probablemente ya se ha percatado. Renuncié a tratar de apaciguarle. Si quería comportarse como un asno, por mí podía rebuznar hasta el día del juicio final. Estábamos en aquel enorme territorio, sin nada a nuestro alrededor, nada más que espacio vacío en muchos kilómetros a la redonda, pero era como si estuviéramos encerrados en una prisión, como compartir una celda con un hombre que no para de mirarte, que está allí sentado esperando a que te des la vuelta para clavarte un cuchillo en la espalda.