Tomás González

Primero estaba el mar

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    Primero estaba el mar. Todo estaba oscuro. No había sol, ni luna, ni animales, ni plantas. El mar estaba en todas partes. El mar era la madre. La madre no era gente, ni nada, ni cosa alguna. Ella era el espíritu de lo que iba a venir y ella era pensamiento y memoria.
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    Busque unas tablas buenas, Gilberto, y hagamos el cajón aquí mismo.

    Pero tablas no había. Buscaron por todas partes y no encontraron unas que sirvieran. El hermano dijo que lo mejor era desbaratar la cama para hacer el ataúd.
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    Busque unas tablas buenas, Gilberto, y hagamos el cajón aquí mismo.

    Pero tablas no había. Buscaron por todas partes y no encontraron unas que sirvieran. El hermano dijo que lo mejor era desbaratar la cama para hacer el ataúd.
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    Busque unas tablas buenas, Gilberto, y hagamos el cajón aquí mismo.

    Pero tablas no había. Buscaron por todas partes y no encontraron unas que sirvieran. El hermano dijo que lo mejor era desbaratar la cama para hacer el ataúd.
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    Busque unas tablas buenas, Gilberto, y hagamos el cajón aquí mismo.

    Pero tablas no había. Buscaron por todas partes y no encontraron unas que sirvieran. El hermano dijo que lo mejor era desbaratar la cama para hacer el ataúd.
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    Dios mío —dijo entonces—. Me mataron
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    La luz del mechero le alumbraba el pecho, peludo y canoso, y hacía brillar una cicatriz que le serpenteaba en el estómago. Alguna vez J. le preguntó por ella y el viejo dijo que era de una operación del hígado. «El viejo h. p. es de los que tienen el hígado en el estómago», pensó J
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    Pasaron otros dos meses, con cartas que iban y venían —aunque cada vez con menos frecuencia—, y J. seguía en un estado letárgico, estático, sin saber si podía irse, sin saber a dónde podía ir o para qué quedarse. Había perdido la noción de la utilidad de lo que estaba haciendo. Trataba de justificar su vida con la gratificación sensual de lo que se iba poniendo ante sus ojos, gaviotas, atardeceres arrebolados, algún velero que cruzara mar adentro. Trataba de escapar, bebiendo, al inconmensurable desorden que reinaba en la casa.
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    Elena no tenía más que una maleta; no había querido cargar con la máquina de coser, en parte porque quería hacerse la ilusión de que la separación no sería definitiva, en parte porque no quería viajar con algo tan engorroso.
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    Era persona de pocas palabras, contestaba las preguntas a medias y paraba de hablar cuando creía que el otro había entendido lo suficiente, o tal vez cuando pensaba que el otro estaba entendiendo demasiado.
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