Lo último que se me ocurrió fue, quizá, lo más obvio: que el performance fuera eterno y María Teresa Hincapié estuviera siempre en el museo, repitiendo sus acciones infinitamente. Al principio me pareció divertido tener a alguien viviendo y moviéndose por mi museo por siempre, pero luego me pareció cruel. Qué comería, en dónde se bañaría, de dónde sacaría mudas de ropa. Imaginé que con el tiempo bajaba de peso y se enfermaba. La habría obligado al encierro, como me estaban obligando a mí en ese momento, y el museo se le habría vuelto una cárcel y yo me habría convertido en su custodia