El público ha sido siempre, en todos los tiempos, mal educado. Constantemente se pide que el Arte sea popular para satisfacer su falta de gusto, para adular su absurda vanidad, para decirles lo que ya se les dijo antes, para mostrarles lo que debieran estar cansados de ver, para divertirlos cuando se sienten pesados después de haber comido demasiado, y para distraer sus pensamientos cuando están cansados de su propia estupidez. El Arte nunca debiera ser popular. Es el público quien debiera tratar de hacerse artístico. Existe entre esto una gran diferencia. Si a un hombre de ciencia se le dijese que los resultados de sus experiencias, y las conclusiones a las que llegare, no deben alterar los conocimientos populares sobre el tema, no deben molestar los prejuicios populares, o lastimar la sensibilidad de aquella gente que nada sabía sobre ciencia; si a un filósofo se le dijera que tiene todo el derecho de especular en las más altas esferas del pensamiento, siempre que llegue a las mismas conclusiones sostenidas por los que nunca pensaron en esfera alguna; bueno, actualmente al filósofo y al hombre de ciencia esto les haría mucha gracia. Sin embargo, hasta hace pocos años la filosofía y la ciencia estaban sometidas a un brutal control popular, en realidad, a la autoridad: autoridad, ya sea de la ignorancia general de la comunidad, o del terror y la avidez de poder de una clase eclesiástica o gubernamental.