al final conseguí dejar de dar vueltas y más vueltas al pequeño episodio que había ocurrido entre mi padre y yo. Fue una liberación repentina y completamente inesperada: un día se me ocurrió pensar que quizá mi padre, dentro de su tumba, también estuviera tratando de descifrar el significado de aquel gesto que había tenido lugar entre ambos, sin testigos, tan sutil que había resultado casi imperceptible. Entonces, de repente, me sentí libre. Era posible que, en el otro mundo, él también estuviera devanándose los sesos por interpretar aquella escena igual que lo hacía yo. Así, en mi imaginación, me sentí hijo de mi padre por primera vez, lo que nunca me había pasado mientras él vivía. Yo era su hijo, y él era mi padre.