Alguien de mi familia me dijo que las iglesias siempre habían surtido ese efecto en la gente, que estaban construidas para ello: para infundir miedo. Y quizá fuera así. Yo al menos, al cabo de un tiempo pasando por allí cada mañana, empecé a sentir miedo de Dios, empecé a sentir miedo de lo que pudiera ocurrírsele hacerme a mí.
A todos.