Tomé Martínez Rodríguez

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En el año 312 Constantino promocionó una cultura de tolerancia del cristianismo, pero también de otras confesiones. Esta política favoreció la rápida difusión de esta religión, lo que acabaría por convertir una confesión minoritaria y perseguida en la doctrina oficial del Estado bajo el mandato de Teodosio, allá por el año 392.
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Las formas de ascesis eran heterogéneas. Para empezar, no existía un solo tipo de monje; por un lado estaban los anacoretas como san Antonio y por otro los cenobitas. Uno de los grandes retos a los que se enfrentaba un religioso era llegar a un estado mental y espiritual conocido como «apatheia». Conseguirla significaba alcanzar la imperturbatio; un peculiar estado anímico a través del cual se lograba experimentar una profunda serenidad que propiciaba la paz espiritual, la realización de milagros y la pérdida de interés por pecar y hacer el mal. La técnica para alcanzar este nivel espiritual fue descrita por Paladio en su obra Historia Lausiaca: «Para alcanzar la apatheia deberemos alejarnos del mundo por medio de la reclusión, superar los vicios del alma y conseguir las virtudes de la obediencia, la castidad, la caridad, y la humildad. También es recomendable llevar a cabo labores manuales e intelectuales así como la cumplimentación de ciertos deberes con la sociedad». Solo el ascetismo más riguroso podía garantizar el cumplimiento de metas tan sublimes para un postulante a la santidad. Todos los días el monje debía enfrentarse a las tentaciones y lo que es más importante, al mismísimo diablo. Por eso los que habían conseguido llegar a la santidad eran constantemente retados por este ser maligno. Era su deber inexcusable enfrentarse a él y estar preparados para la lucha contra el príncipe de las tinieblas en cualquier momento y lugar.
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Especial mención merece el monacato hispanovisigodo. Aunque su génesis es oscuro por la escasez de fuentes documentales, podemos afirmar que, con respecto a otros movimientos monásticos en occidente, el monacato hispánico mostraba unas peculiaridades distintivas hasta la instauración definitiva del benedictinismo bajo el monarca Fernando I. Una de las figuras que nos llaman más la atención junto a los ascetas son las vírgenes. Sabemos que estas empezaron sus prácticas religiosas al tiempo que el cristianismo comenzaba a difundirse alrededor del siglo III; cien años después la actividad ascética debió ser un hecho. El Concilio de Elvira es clarificador al respecto. Su importancia radica en la institucionalización de la virginidad y el ascetismo. Probablemente estos cánones potenciaron el ascetismo, pues inciden en la abstinencia sexual como uno de los principales objetivos que fundamentarán la vida monástica. Por ejemplo, en el Canon 13 se hace mención expresa a las vírgenes y su consagración a Dios: «si quebrantaren el voto de virginidad y continuaren viviendo en la misma liviandad, sin reparar en el delito que cometen, no recibirán la comunión ni aun al fin de su vida. Pero si tales mujeres [...] hicieran después penitencia todo el tiempo de su vida, y se abstuviesen del acto carnal, recibirán la comunión al final de su vida...». El Canon 33 se refiere a la figura del matrimonio: «Decidimos prohibir totalmente a los obispos, presbíteros, diáconos y a todos los clérigos que ejercen el ministerio sagrado, el uso del matrimonio con esposas y la procreación de hijos. Aquel que lo hiciere será excluido del honor del clericato»1.
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