La importancia del trabajo femenino durante el proceso de industrialización, especialmente en las fábricas textiles, llevó a los empresarios a finales del siglo XIX a facilitar el cuidado de los hijos e hijas por las obreras madres. Desde la habilitación de salas de lactancia a donde eran llevados a horas fijas los niños y niñas recién nacidos para que las madres los amamantaran, a la creación de las primeras guarderías infantiles en las fábricas donde las madres podían depositarlos(as) durante el horario laboral (Tilly y Scott, 1978). Sabemos incluso de casos en los que los empresarios para retener a la mano de obra femenina permitían a las mujeres llevar consigo a las criaturas al interior de la fábrica, donde algunas trabajadoras ancianas ya retiradas hacían de cuidadoras y vigilantas (Gálvez, 2000). La prolongación de la jornada fabril a lo largo del siglo XIX, especialmente la de las mujeres obreras, llegó a extremos que imposibilitaba a las mujeres asumir el trabajo doméstico y los trabajos de cuidados sin una red de apoyos familiares o vecinales suficientes. Hasta tal punto que algunas de las movilizaciones de las mujeres por el acortamiento de la jornada laboral a finales del siglo XIX fueron apoyadas masivamente por las asociaciones obreras masculinas porque, según reconocían públicamente, la duración de la jornada laboral femenina había llegado a ser incompatible con las tareas de la casa que desde el movimiento obrero se consideraban