Ogai Mori

Kutipan

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Shizuka Kanai es filósofo de profesión.

El hecho de ser filósofo suele considerarse emparejado a la tarea de escribir libros, por ejemplo. Pero Kanai, a pesar de ser filósofo, no escribe libros. Cuando se graduó en la Facultad de Letras de la Universidad escribió, según dicen, su tesis sobre un asunto muy abstruso, cuyo título venía a ser «Estudio comparado de la filosofía india no budista y los presocráticos griegos». Pero desde entonces no ha escrito nada más.

Sin embargo, en su profesión entra dar conferencias. Al tener a su cargo la docencia de Historia de la Filosofía, imparte cursos sobre historia de la filosofía moderna. Según opinión de sus alumnos, las clases de Kanai superan en interés a las de otros profesores que han escrito muchos libros. Sus charlas se caracterizan por lo intuitivo, y suelen arrojar gran luz sobre determinados aspectos del tema en cuestión. En tales ocasiones, los alumnos siempre reciben una impresión imborrable. Es muy frecuente, en particular, que cuando él explica algún punto valiéndose de cosas al parecer inconexas o muy remotamente relacionadas, sus oyentes lo captan y asimilan al momento. Se cuenta que Schopenhauer apuntaba en sus anotaciones noticias cotidianas extraídas de la variopinta información de los periódicos, y las usaba como material para construir su propia filosofía.

Así también, Kanai se servía de cualquier cosa como material auxiliar para la historia de la filosofía. En medio de una conferencia seria daba sus explicaciones a base de citar novelas y demás escritos que los jóvenes —a la sazón— solían leer, de modo que los estudiantes se quedaban más de una vez sorprendidos.

Leía muchas novelas. Cuando hojeaba un periódico o una revista no se fijaba en los artículos de opinión ni nada por el estilo, sino que leía las «novelas por entregas». Sin embargo, los autores de las mismas se irritarían seguramente si supieran con qué mentalidad las leía. Kanai no las leía como obras de arte; él era en extremo exigente con las manifestaciones artísticas, y las novelas que solían encontrarse entre esas páginas no bastaban para colmar sus exigencias. Lo interesante para Kanai estaba en indagar la disposición psicológica del autor al escribir su obra. Y así, cuando el autor escribía con intención triste o patética, Kanai lo captaba a fin de cuentas como cómico; y lo que el autor escribía con intención cómica, Kanai, en cambio, lo encontraba entristecedor.

Con todo, a Kanai le tentaba de vez en cuando la idea de escribir alguna cosa. La filosofía era ciertamente su profesión, pero como él no tenía el pensamiento de construirse una filosofía de cuño propio, tampoco le entraban ganas de escribir sobre filosofía. Más bien le gustaría escribir una novela o una obra de teatro. Sin embargo, al ser altas sus exigencias sobre la producción artística, no le resultaba fácil ponerse manos a la obra.
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A MIS SIETE AÑOS…
Mi padre volvió de Tokio. Yo empecé a ir a la escuela, edificada sobre las ruinas de lo que había sido un centro de enseñanza del clan feudal. Para ir de casa a la escuela había que pasar por una antigua puerta1, emplazada hacia el extremo oeste del foso que bordeaba nuestra entrada. Un puesto de vigilancia, ruinoso ya, se alzaba junto a aquella puerta, como antaño, y en él vivía un hombre de unos cincuenta años, con su mujer y su hijo. El hijo era un chico de edad cercana a la mía, vestido de harapos, con un par de mocos colgándole permanentemente de la nariz. Cada vez que yo pasaba por allí, ese chico me miraba metiéndose un dedo en la boca. Yo solía pasar mirando a mi vez al niño, con un tanto de repugnancia y otro tanto de miedo.

Cierto día, al pasar yo por la antigua puerta, aquel chico que siempre estaba allí fuera no se veía por ningún lado. Pensando «¿qué le habrá ocurrido?» estuve a punto de pasar de largo, cuando desde dentro de aquella ruinosa caseta de vigilancia, sonó la voz del padre:

—Oye, tú, que como te lleves eso pa jugar te vas a enterar.

Yo me detuve de pronto y miré al sitio de donde salía la voz. Pude ver que el hombre, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, estaba trenzando unas sandalias de paja. Sus palabras de riña se debían a que el hijo le había cogido el mazo de machacar la paja. El muchacho soltó el mazo y miró hacia mí. También su padre se volvió a mirarme. Su cara era muy morena, surcada de arrugas, con una narizota distorsionada y mejillas hundidas. Tenía unos ojos saltones, y en el blanco de los mismos resaltaban manchas rojas y amarillentas. Aquel hombre me habló así:

—Escucha, jovencito: ¿Tú sabes qué se ponen a hacer tu padre y tu madre cada noche? Con la pinta de dormilón que tienes, ni te enterarás. Ja, ja, ja.

Su cara mientras reía me provocaba verdadero pánico. Su hijo se le unió en las risas, frunciendo la cara.

Sin responderles palabra alguna, pasé de largo como escapándome. Detrás de mí seguían resonando las carcajadas del padre y del hijo. Mientras caminaba, fui pensando en lo que me había dicho el hombre. Yo desde luego sé que cuando un hombre y una mujer son matrimonio, de ahí nacen los niños. Sin embargo, no sé cómo es que nacen. Las palabras de aquel hombre parecían referirse a eso precisamente. Vine a dar en el pensamiento de que ahí hay gato encerrado.

Pero aunque yo quisiera conocer el secreto, no iba

Kesan

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