En cuanto caía la noche, aquel bocazas del Estado Mayor solo pensaba en enviarnos al otro mundo y muchas veces le daba ya a la puesta de sol. Luchábamos un poco con él a base de inercia, nos obstinábamos en no entenderlo, nos aferrábamos al acantonamiento, donde estábamos a gustito, lo más posible, pero, al final, cuando ya no se veían los árboles, teníamos que ceder y salir a morir un poco; la cena del general estaba lista.