Luisa Lucuix

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    Ayer cumplí quince años, el 14 de julio. Soy hija del verano, llena de vivos destellos, de la cabeza a los pies. Mi rostro, mis brazos, mis piernas, mi vientre con su pelusa pelirroja, mis axilas pelirrojas, mi olor pelirrojo, mi cabello caoba, la médula de mis huesos, la voz de mi silencio, vivo en el sol como una segunda piel.
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    Deambulo a mi antojo por el pueblo casi desierto, con las ventanas cerradas. Transparente y fluida como un soplo de agua, sin carne ni alma, reducida nada más que al deseo, visito Griffin Creek día tras día, noche tras noche. En ráfagas de viento, en ligeras salpicaduras, paso entre las tablas mal selladas de las paredes, por los intersticios de las ventanas carcomidas, cruzo el aire inmóvil de las habitaciones, como un viento contrario, y provoco torbellinos imperceptibles en las estancias cerradas, los pasillos helados, las escaleras inestables, los porches medio podridos, los jardines devastados.
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    Volvamos a altamar. Ligera como una pompa, espuma de mar salada, más rápida que el pensamiento, más ágil que el sueño, abandono la playa de mi infancia y las oscuras memorias de mi antigua vida. Similar a un ave marina, indolentemente acunada entre dos olas, observo la extensión del agua, hasta donde alcanza la vista, hincharse y distenderse como el vientre de una mujer con el crecimiento de su fruto. Toda una masa profunda y espesa fermenta y trabaja por debajo, mientras la ola se forma en la superficie, un pliegue apenas, y una muralla de agua asciende, se eleva, alcanza su apogeo muy alto y luego se encabrita, muge, revienta, se lanza contra la playa y se reduce a una línea de espuma nevosa sobre la arena gris de Griffin Creek.
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    Calma chicha en la arena, hasta donde alcanza la vista. El mar se ha retirado. Aguardo a que la marea suba y el viento propicio me lleve hacia altamar. Transparente y sin consistencia, habiendo franqueado el paso de la muerte, dependiente en adelante de los vientos y de las mareas, me quedo ahí, en la playa, como alguien vivo que esperase un tren.
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    Solo el amor podría convertirme en una mujer de pleno derecho para hablar de igual a igual a mi madre y a mis abuelas, con palabras encubiertas y cómplices, en la sombra y en el viento, del misterio que me asola en cuerpo y alma.
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    Mi madre y mis abuelas me susurran en el viento intenso que no haga nada y que concentre toda mi atención en las sábanas mojadas, que tanto pesan, al extremo de mis brazos.
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    Mis abuelas de equinoccio, mis pleamadres, mis bajamadres, mis calmas y mis bonanzas, mis mares de estiaje y de sal.
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    Solo el baile me lleva, me balancea, piensa Olivia, que cierra los ojos y siente la música a flor de piel, mientras las manos de los muchachos le rozan los dedos, le ciñen la cintura al pasar. Es Stevens el que me ha tocado, el que tiene un pequeño callo en la mano derecha. No levantar la mirada. Mi madre y mis abuelas me aconsejan muy bajito que no levante la mirada hacia él. Solo es la alegría de bailar hasta el amanecer, al olor del heno fresco, la que me marea, piensa ella, solo la alegría de bailar me posee y me hechiza.
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    Las olas internas devastan la arena, formando dunas para barrerlas enseguida, creando bancales para llenarlos al instante. Cualquier vida o muerte sepultada es extirpada, atrapada y abandonada a la furia del agua. Las niñas que duermen en el fondo con la cabeza en la arena, las piedras y las cuerdas de anclaje para la pesca del salmón con las que están lastradas se someten al caos primitivo del oleaje y de las corrientes. Nora, mi prima, mi hermana, flota entre dos aguas, alcanza la playa de Griffin Creek, las gentes de Griffin Creek la reconocen, entregan sus restos al médico forense y luego los entierran en el pequeño cementerio marino. Mientras que a mí la corriente me arrastra por los cabellos hacia mar abierto. El océano, su superficie verde, rizada, su corazón negro profundo, mis huesos disueltos como la sal, mi alma tan ínfima como una lágrima en la inmensidad del mundo.
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    Ahora que he adquirido el derecho de habitar las profundidades del océano, su oscuridad absoluta, ahora que he pagado mi peso en carne y hueso a los feroces peces luminosos, gota de noche en la noche, ni luna ni sol pueden volver a alcanzarme.
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