Roma, cuando aún no se la conoce, produce un efecto abrumadoramente triste los primeros días, debido al ambiente de museo, turbio y falto de vida, que se respira, a la plenitud de todos sus pasados, desenterrados y laboriosamente mantenidos en pie, y de los cuales se nutre un breve presente, a la infinita sobrevaloración, reforzada por eruditos y filólogos e imitada por los que viajan por Italia según la costumbre, de todas estas cosas desfiguradas y deformadas, que, en el fondo, no son más que restos fortuitos de otros tiempos y de una vida que no es la nuestra y que no debe ser la nuestra