José María Lassalle

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    Entrado el siglo XVIII la palabra «liberal» pasó a significar la conducta de alguien que respetaba al otro y empatizaba con él. Un espíritu tolerante, abierto y desprejuiciado que se comportaba racionalmente y que rechazaba tanto el fanatismo dogmático y enfervorizado de la ortodoxia, como la superioridad material de quien no reconoce al otro como un igual en términos morales.
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    Una reflexión que había puesto sobre la mesa décadas atrás Abraham Lincoln cuando señalaba metafóricamente que, cuando el pastor «aparta al lobo de la garganta de la oveja», ésta se lo agradece considerándolo libertador, «mientras que el lobo lo denuncia por ese acto como destructor de la libertad». De ello deducía que «las ovejas y el lobo no están de acuerdo en cómo definir la libertad, algo que precisamente se da también entre nosotros como seres humanos»
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    En este sentido, el 11-S inauguró también la experiencia de un tiempo real que no admite pausas y que nos sitúa ante un ansia de inmediatez que nos aliena, en palabras de Hartmut Rosa, e impide la reflexión y la distancia en la toma de decisiones2.
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    Para los neoliberales, el problema del integrismo musulmán era consecuencia de la insistencia liberal de considerar la tolerancia un absoluto ético. Un error político que, como insinuaba Giovanni Sartori, nacía de prejuicios igualitarios que habían hecho olvidar a los liberales que la tolerancia había que merecerla porque no era un absoluto universal sino un valor relativo de convivencia, prescindible si favorecía identidades que cuestionaban la democracia que las protegía4.
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    Por otra parte, esta sentimentalidad tuvo también sus consecuencias, pues, hasta entonces, las democracias se habían centrado en enfriar las pasiones y sacarlas del debate público. Habían desarrollado un modelo de racionalización política fundado en la lógica moderadora del diálogo y el consenso. Una lógica que fue rota en la toma de decisiones. A partir de entonces el cálculo de los consensos fue sustituido por la lógica populista que prima el cálculo de los disensos y los conflictos como herramientas que han de inspirar la decisión de los gobiernos.
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