Una maldición de sangre y piedra

–Pero... yo no quiero ser reina.

Zander contiene la risa mientras me mira a los ojos.

–Y precisamente por eso debes serlo.

–Ya no me importa si lo que nos unió fue una maldición de los Destinos o una profecía. Jamás permitiré que nada ni nadie nos vuelva a separar. –Su ceño se hace más pronunciado–. Si eso es lo que quieres.

do vivir en este mundo si no es contigo a mi lado.

–Entonces ahí es donde estaré. Siempre

No tengo muy claro que permitirle cometer un error sea un acto de bondad, pero me temo que es la única forma de aprender las lecciones importantes de la vida.

–Querías ver cómo me desmorono –susurra, con la respiración entrecortada.

–No, quería verte amar.

–Yo... –titubeo, sintiendo la acerada mirada de Abarrane sobre mí–. No estoy enamorado de la princesa Romeria de Ybaris. –Quizás sí de Romy Watts de Nueva York, pero eso no viene al caso.

Es desesperante no poder confiar en mi propio corazón.

Aprieto los dientes, pugnando por endurecer mi corazón y por hacer que mis palabras suenen imperturbables.

–Si nos hubiéramos conocido en tu mundo... –susurra, rozándome la oreja con los labios.

Entonces quizás habríamos tenido una oportunidad, concluyo mentalmente.

El corazón se me dispara.

–No actúas como si lo estuvieras.

Se inclina y aprieta su frente contra la mía; su delgada nariz me roza la mejilla.

–Porque no sé cómo amarte y, a la vez, ser un buen rey para mi pueblo, y esa es una batalla que estoy librando a diario, sin ninguna espada. –Su voz destila angustia en cada palabra–. Pero ahora me doy cuenta de que nunca lo seré si eso significa perderte.