Si las nueve campanadas, me dije, me sorprenden sin tener la mano sobre la aldaba de la puerta, algo funesto acontecerá. Y corría frenéticamente, mientras recordaba haber corrido a igual hora por aquel sitio y con un anhelo semejante. ¿Cuándo?
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El término de mi marcha parecía correr delante de mis pasos, y la hora de la cita palpitaba ya en los relojes públicos.
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Cuando alcancé, jadeante, la tabla familiar de mi puerta, nueve sonoras campanadas estremecían la noche.
Sobre mi cabeza había hojas; en mi ojal, una florecilla modesta que yo no corté.
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Contemplé de nuevo el retrato; me vi yo mismo en el espejo; verifiqué la semejanza: yo era como una caricatura de aquel retrato.
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—Helo aquí —me dijeron mostrándome un retrato.
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A mis pies se habían enredado las guías vegetales del jardín; había hojas sobre mi cabeza.
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Sus explicaciones botánicas, hoy que las recuerdo, me parecen monstruosas como un delirio: creo haberles oído hablar de flores que muerden y de flores que besan; de tallos que se arrancan a su raíz y os trepan, como serpientes, hasta el cuello
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Mi imaginación, destemplada por una experiencia tan larga de excentricidades, no hallaba reposo.
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En la oscuridad de la noche pude adivinar un jardincillo breve y artificial, como el de un camposanto.
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Sus ojos se dilataban de pronto, fijándose con tal expresión de espanto o abandono en la pared que quedaba a mis espaldas, que más de una vez, asombrado, volví el rostro yo mismo.