Ana Lena Rivera

La soledad es mala siempre, pero en la vejez mucho más. Aunque tengo la suerte de tener buenas amigas como era Sofía, no es lo mismo

Eso dicen. Es primo más o menos, su padre es sobrino de mi abuela. Quiero decir, de la que me he enterado que era mi abuela. Aunque tampoco es mi abuela, porque es abuela adoptiva por parte de padre. De un padre adoptivo que tampoco he llegado a conocer.

–¿Estás hablando en serio o me estás tomando el pelo? Parece un guion de culebrón. –Sarah no dejó atisbar ni una sombra de emoción a pesar de la información recibida.

¿Adoptiva? ¿Adoptiva por parte de padre? ¡Claro! Todo cuadraba. Ernesto era el bebé, el nieto de Consuelo y Marcelo. ¿Qué hacía entonces con La Impugnada y Carmina? Sarah continuaba hablando, pero ya no me enteré de más.

–Es más aburrido de lo que parece desde fuera. Te diría que tiene un cincuenta por ciento de política, un treinta por ciento de gestión y solo un veinte de investigación. Y estoy siendo generoso con esto último.

–O sea, que lo de la política es cierto. Como en las novelas policíacas clásicas. Un inspector preocupado por descubrir asesinos y un comisario obsesionado por tener contentos a los políticos. No me digas que es así.

Los padres se habían mudado aprovechando que empezaba el boom hotelero en las islas, buscando trabajo. Mi primo estuvo allí de viaje, la conoció y se enamoró. Ella trabajaba en el hotel donde él se hospedó. Era una chica muy guapa. Muy alegre. Sin dinero y sin formación, pero muy bonita y divertida. Tenía salero. Mis tíos se disgustaron mucho. No era lo que habían planificado para su hijo.

–Mire, a mí me gusta pensar que uno puede salir adelante a pesar de sus circunstancias. Si uno no lleva las raíces de origen, puede arraigar en otro sitio y crecer fuerte.

El problema es que sigo sin encontrar otro motivo para el suicidio o para el asesinato que el miedo a que el fraude se destape. Estoy segura de que el defraudador está entre ellos. Estoy cerrando el círculo a su alrededor.

Como era ella: arreglada hasta para cazar fantasmas. Aunque los fantasmas fueran de pega.

Como él mismo me había dicho, consideraba que la obligación de la familia era reparar los daños causados por cualquiera de sus miembros y por eso asumió esa desagradable carga.

Sabía que no eran formas de tratar a una monja, aunque no entendía bien por qué tenía esa absurda creencia que las situaba en un plano distinto al resto de los mortales. A veces las situaciones requieren olvidar los buenos modales y aquella, en concreto, me pareció grave.